La mente heriría más que 1000 cuchillos

Su nervioso inicio levanta una polvareda que enturbia una narración a
la que le cuesta encontrar el punto de estabilidad. En su fría puesta en escena
destaca el notorio uso del sonido, más interesado en generar ambiente que en
recurrir al susto por explosión auditiva. Una vez que la directora le toma el pulso adecuado a su obra, atmósferas tenebrosamente realistas comienzan a dominar la primera parte de la película, en la que la apuesta por el terror
psicológico va ganando fuerza y consistencia. El lado oscuro de ambos
personajes principales comienza a asomar, intensificados por la aparición de un
siniestro libro que bien podría pertenecer al imaginario gótico de los hermanos
Quay.
Situar al monstruo de esta historia como representación de un inconsciente tortuoso supone la idea más acertada de la misma, en la que la tensa disputa entre demencia y fantasía alcanza los momentos más desasosegantes. La realidad invadida por la locura, a modo de reinterpretación del cine de Méliès, o la presencia del mal en los bajos fondos de la aparente normalidad, como prolongación de El fantasma de la Ópera (1925, Rupert Julian), redondean la propuesta y se alejan de la metarreferencialidad gratuita. Pero, al igual que en el cine de David Lynch, estos planteamientos alcanzan su máximo poderío en el campo del subconsciente, del que nunca deben salir.

Atrás quedan metáforas visuales como un sótano jugando a ser el cuarto oscuro donde esconder
los fantasmas interiores, el propio monstruo como inconsciente tenebroso, la superación de traumas que lastran la existencia o incluso la autoaceptación. Lo que en un principio se plantea
como depresión derivando en locura autodestructiva propone consecuencias más
terroríficas que la posesión sobrenatural finalmente expuesta; decisión que condena
a sus personajes a una guillotina conceptual que les amputa esa valiosa complejidad
hasta entonces lograda. En esencia, una obra que apunta
maneras y deslumbra en buena parte de su metraje, pero cuya literalidad le
impide ser más compacta, contundente y, lo más importante, coherente consigo
misma.
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