Naufragio en una pecera

La experiencia confirma que a una comedia no se le exige profundidad narrativa para funcionar (lo cual no implica que sea terreno vedado, como podría parecer, viendo el panorama), pues su potencial suele residir en el texto, en la forma de enarbolar el humor, de darle forma y obtener la meritoria carcajada en el público. Si se deja de lado lo primero, pero tampoco se consigue lo segundo, entonces el problema es considerable.
Se trata de una comedia blanca, liviana, con un robo de joyas como excusa para desencadenar las típicas traiciones constantes entre personajes, en una lucha de egoísmos que da lugar a histriónicas situaciones potencialmente efectivas, pero torpedeadas por el fallido tono que presenta a lo largo de todo el metraje, en el que unos irritantes personajes repiten constantemente el mismo gag, sin sorprender ni desarrollarlo, destacando un desquiciante Kevin Kline (inquietante versión ochentera del Meñique de la mediática serie “Juego de Tronos”), que, para más inri, acabó siendo galardonado con un Oscar al mejor actor secundario.
Por otro lado, se intenta jugar la baza del contraste cultural entre ingleses y estadounidenses: corrección frente a informalidad, aburrimiento frente a vitalidad. Como era de esperar, y sin que sea necesariamente malo, la reflexión no llega ni a penetrar las primeras capas del asunto, sirviendo como pretexto para que uno de sus personajes decida dar un vuelco a su vida, permitiendo el avance de una desproporcionada subtrama, que acaba fagocitando a la del propio atraco, de la que parece que se olvidan y que forzadamente intercalan.

Nota: 2.
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