Popurrí de nada
Hasta antes de
la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los géneros cinematográficos eran
estamentos inamovibles. Esta invariabilidad perseguía que el público se ubicara
rápidamente en el registro de la película, facilitando la comprensión de la
misma. Para asegurar este objetivo, el tono de cada film debía ser acorde a la
historia contada. El cine negro debía ser denso y oscuro, la comedia debía ser
alegre y ligera. Fue tras el conflicto bélico cuando los géneros empezaron a
mutar y a fusionarse entre sí para dar lugar a productos híbridos, cada vez más
complejos de clasificar. El tono ya no tenía por qué ser el esperado, y se le
empezó a dar diferentes enfoques a películas de un mismo género. El desarrollo
desde entonces ha sido espectacular. El cine considerado “clásico” en su
concepción sigue existiendo, y, con su correspondiente evolución, sigue siendo
el mayoritario. Sin embargo, a su alrededor han crecido toda una serie de ramas
que, sin necesidad de llegar a lo surrealista, basan su existencia en el
mestizaje del género, y en el que el cambio de tonos dentro de la propia
película (o secuencia, incluso) ya no resulta novedoso.
Pero aspirar a
la indefinición definida conlleva sus complicaciones. Caminar con cada pie en
un género distinto requiere un dominio del tono que permita combinar los
estándares de ambos sin convertirlo en un producto insustancial. El cine de
Carlos Vermut (Diamond flash, 2011; y, especialmente, Magical girl, 2014)
es un buen ejemplo de esta complicada tarea, que es la que da lugar a que sus
películas sean tan desconcertantes. Su juego con las convenciones de género
descoloca al espectador habituado a una vertiente estilísticamente más
conservadora. Los ingredientes para la obtención de una película de género
están presentes, pero la combinación con los de otro(s) y el tono aplicado
provocan incomodidad, que será estimulante para el espectador dispuesto a
participar.
No hace falta
llegar a este extremo para lograr una adecuada simbiosis cinematográfica. Ya en Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (the
unexpected virtue of ignorance), Alejandro González Iñárritu, 2014) existe un
claro enfoque tragicómico que, si bien se deshilacha en su segunda mitad,
funciona sin necesidad de llevar a cabo labores de funambulista. La clave está
en la capacidad de mezcla, el adecuado desarrollo de los diferentes aspectos de
cada género, buscando que se complementen y apoyen en los demás para mejorar la
película. Pero esto requiere tener una idea previa de qué es lo que se quiere
obtener, siendo los géneros escogidos consecuencia de ésta. De otra manera, el
resultado se verá forzado y no combinará. Es decir, exactamente lo que ocurre en Mortdecai (David Koepp, 2015).
La nueva
película de este director se instala en medio de un remolino de influencias y géneros.
La primera escena parece homenajear al inicio de Indiana Jones y el templo
maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), pero lo abandona
inmediatamente para tomar los derroteros de James Bond y su versión paródica,
Austin Powers. Todo queda sazonado con una trama de ladronzuelos descarados y
más inteligentes que nadie, del corte Ocean’s Eleven (Stephen Soderbergh,
2001). El tono aglutina todo lo anterior y le da un aire de comedia cool
grosera, similar al de las películas de Guy Ritchie (Snatch, cerdos y
diamantes (Snatch, 2000); Sherlock Holmes, (2009)), sin renunciar en
ningún momento a su ambientación kitsch.
Sobre el papel,
no parece la premisa más sencilla de desarrollar, pero es la ausencia de una
propuesta clara la que anula toda coherencia interna. El protagonista,
Mortdecai, es retratado con un aire tontorrón que lo convierte en un pícaro poco
espabilado, lo que supone una incoherencia de base. El humor alterna la
pomposidad decadente de El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel,
Wes Anderson, 2014) con la broma sexual burda de Austin Powers, (llegando a
incluir un plano de la erección del protagonista), que no molesta por lo soez
de la situación (que encaja perfectamente en otra comedia actual como The
Interview (Evan Goldberg, Seth Rogen, 2014)), sino por lo gratuito y fuera de
lugar que resulta. Johnny Depp, por su parte, convierte su nueva colaboración con
David Koepp (tras La ventana secreta (Secret window, 2004) en una nueva
sobreactuación bochornosa, que termina de contribuir a la sensación
generalizada de inconexión conceptual. Esta nula combinación de ideas da lugar
a un pastiche pegajoso e imposible de digerir, que destaca por su nula capacidad
cómica y su talento para la vergüenza ajena. Pero, aun más destacable que su
fracaso cinematográfico es su aspiración comercial. Tratándose de un producto
que no destaca por nada, adolece de todo y presenta ideas comercialmente opuestas,
desconcierta imaginar cuál puede ser el público objetivo de Mortdecai.
Crítica ganadora de la V edición del concurso Móntate Tu Película (MTP5).
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