París, pomposos fondos

El director australiano se siente el protagonista, y su historia sufre las consecuencias de su desprecio. El desdén con que trata a sus personajes provoca que su intensidad dramática quede cercenada por su insosteniblemente veloz metraje. Movimientos de cámara alocados, pero carentes de locura, desubican una hueca historia veloz, pero carente de ritmo (en esencia, los proyectos fallidos del irregular pero estimable Terry Gilliam). Las interesantes influencias que podría tomar (la filosofía bohemia, la amoral vida nocturna del París de la época, el mismísimo Toulouse-Lautrec) quedan relegadas a la mera cita referencial facilona. Lo mismo ocurre con la banda sonora, en la que la introducción de temas de la cultura pop establece un juego más cercano al “encuentra las siete diferencias” que a la reinvención del musical.
Al igual que no sabe manejar el tempo de las escenas, tampoco domina el tono de las mismas, en las que monótonas y recargadas secuencias saturan la pantalla. El único momento en el que logra atinar es cuando alcanza detalles de irrealidad, cercanos al fantástico infantil de Georges Méliès. Meras minucias estéticas que suman a su pretencioso afán falsamente innovador. Como consecuencia, elabora un producto que consigue deshonrar al denostado término videoclipero. Un juguete
llamativo y chillón que llena el ojo del espectador en un primer contacto, pero
que, una vez descubierto el truco, queda relegado al fondo del cajón del olvido.
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