Delitos y bufandas

Apodado “el
Woody Allen koreano” por su copiosa producción, que roza las dos películas
anuales (y, quizás también, por esa dejadez en la puesta en escena), además comparte con éste la repetición de esquemas en sus relatos: historias cruzadas en las que acciones repetidas varían su significado en función
de la situación o el personaje que las lleva a cabo. Asimismo, el tratamiento
del cine dentro del cine es otro lugar común. En este caso,
consigue elaborar un llamativo juego de engaño metacinematográfico con el
espectador, al que respeta y del que espera una actitud activa en la comprensión de la trama.
Caracterizado un acabado que roza el vídeo casero,
Sang-soo sitúa la cámara en la lejanía, con planos generales en los que estudia
cautelosamente a sus personajes en su entorno, cual Félix Rodríguez de la
Fuente en terreno metropolitano (idea de la que posiblemente el Jaime Rosales
de “Tiro en la cabeza” habrá tomado buena nota). Cuando toma confianza,
comienza la maniobra de aproximación, que culmina con bruscos y nada elegantes
zooms, ya marca de la casa. Es este desmantelamiento formal el que le permite
resaltar estos minimalistas detalles por los que apuesta, una peligrosa arma de doble filo que, de hecho, provoca que sus películas
suelan dejar un regusto de producto inacabado. En este caso, sin embargo, los cortes no desangran al herido.
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