Todo lo que Christopher Nolan siempre quiso hacer y nunca se atrevió a rodar

Iniciado como un simple thriller al uso, la fractura producida a la media hora desvela su verdadera naturaleza y permite dar comienzo a la sutil elaboración de su discurso subtextual, escondido entre todo el intencionado artificio de una potente trama de asesinato, de la que Fincher demuestra hacer la lectura adecuada. Y es que, a pesar de haber cosechado sus máximos éxitos de público y crítica basando su planteamiento formal en una arrolladora y virtuosa puesta en escena, de marcada estética videoclipera, el último Fincher viene apostando, en cambio, por un lenguaje más comedido, menos ruidoso, pero igual de personal, madurando hasta ser capaz de ceder el protagonismo a una trama que lo requiere, y situándose en un segundo plano que le permite elaborar un producto de menor artificio y mayor calado.
Se establece, por tanto, una narración superficial de hechos superficiales, que funciona como perfecto Caballo de Troya con que dinamitar dichos planteamientos. En su habitual radiografía del presente más actual, esta vez pone el foco en el poder mediático de los medios de comunicación, perversos circos romanos que entretienen a la audiencia a cualquier precio (en lo que supone la versión actual de cierto capítulo de la exitosa serie Black Mirror). Pero es en una capa de mayor profundidad donde la película trasciende, al hablar sobre el ser humano social y las relaciones que (no) establece; ese animal obsesionado con la imagen que da de sí mismo, detrás de la que se parapeta y que es imposible de atravesar.
Es, pues, este producto de artificiosa envoltura pero implacable interior, el que termina sublimando en la recta final, desatando una ácida sátira (reverso sofisticado de El club de la lucha) que revienta los cimientos más sólidos de la sociedad, con la que consigue acabar, valiéndose, para ello, de sus mismas armas. Fincher arrasa en la partida, y no le han hecho falta ni los comodines.
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