Cuando Kurosawa retomó el cine social, pero se dejó la maestría por el camino

Y es que
estamos ante una obra que se ha ganado a pulso el apelativo de “menor”. Tras
haber firmado tres de sus innumerables obras maestras en los anteriores cinco
años (“Rashomon” (1950), “Vivir” (1952) y “Los siete samuráis” (1954)), en 1955
rueda una historia que, sobre el papel, apunta alto, con un conflicto de gran
calado social sobre las secuelas que la Segunda Guerra Mundial dejó en la
sociedad nipona: una reflexión sobre la paranoia, la incomprensión, la apatía, la
desorientación, la avaricia, el egoísmo y las consecuencias de combatirlo con
más egoísmo.

El tercer acto
remonta, ofreciendo un clímax muy potente, pero, una vez más, narrado de manera
precipitada. Sin embargo, en la escena final, podemos ver al mejor Kurosawa, por
fin manejando adecuadamente los tempos, con un plano estático final que transmite,
de manera simbólica, más que el resto del metraje. Un destello final de
genialidad dentro de un mar de imprecisión.
Nota: 6.
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